El anuncio del periódico le iluminó el rostro. La inmortalidad le sonreía desde las letras. Era posible. Pensó que necesitaba solo realizar un esfuerzo y escribir un cuento navideño con vampiro. Clavado a sus más oscuros deseos, narraría cualquier cosa extraordinaria y el resto vendría por sí mismo.
Nochebuena, el momento ideal para capturar la historia. Se colocó la capa roja con bordes blancos, cuello rígido, y se dirigió a la ventana para salir a la calle. No. Se detuvo. Eso resultaba muy ordinario. Mejor saltar por la puerta al frío de la noche sin luna.
¿Volar? Le pareció una posibilidad lejana para iniciar su aventura vampírica, y acudió a la parada en el Eje Central.
Bajó en Garibaldi y se internó en las calles que rodean a la Plaza. Un bate surgió de una esquina, dirigido a su cara. Logró esquivarlo gracias a sus felinos reflejos. La fuerza de sus puños, la elasticidad de su cuerpo y los conocimientos en artes marciales pusieron fuera de combate a los tres hombres en un santiamén. Antes de una reacción de ellos, se alejó rumbo a casa.
Tenía algo digno de contar. Solo necesitaba la causa, pero ¿qué otra cosa mejor que la extraordinaria pobreza? Con esto en mente, escribió su “Aventura navideña en el D. F.”:
“En un oscuro callejón, el vampiro fue atacado a palos tras ser confundido con un noble conde o un barón de alcurnia. El primer golpe le saltó los dientes por los aires. Ya sin defensas, le pegaron a discreción, y con saña porque no le encontraron ni una moneda en los bolsillos. Su inerte cuerpo amaneció bajo las cajas de cartón con las que hubiera querido ocultarse de la mortal luz que lo aniquiló”;
y aquella misma Nochebuena lo envió a Marcial, Gerardo y Leo, jurado del concurso navideño de aquella temporada.
Estaba feliz. Su historia sería ganona y con ella obtendría la inmortalidad. Sin embargo, una pequeña ayuda no le vendría mal a su suerte, y las siguientes noches se las pasó detrás de las ventanas de los señores jurados.
Desde ahí leyó todas las historias y supo que su cuento no tenía posibilidad alguna de ganar. No entendían la soledad del ser eterno, por lo que pensó que debían conocerla antes del dictamen final.
Así, el día de Reyes, los esperó, uno a uno, a su llegada al local de las premiaciones y uno a uno les transmitió la sensación de la eternidad: uno a uno los convirtió en vampiro, y ganó.
Al recibir su premio comprendió que el reconocimiento no lo proporcionaba una botella de excelente whisky escocés. No. Quizá un poco de olvido sí, pero inmortalidad, jamás.
Con el mareo de su trofeo, se fue solo a casa con los libros bajo el brazo. Le consolaba la idea de que las artes plásticas bien le podrían pintar el camino para deambular en la memoria de los hombres.